martes, 19 de abril de 2011

La mano de afuera

La mirada de la comunidad internacional sobre Colombia es indispensable para salir de la inveterada crisis social, económica, institucional y cultural. Nos hemos enconchado tanto que el mundo se reduce a la parroquia. La paciencia de Job en lugar de ser una bendición es una mampara para no mirar la realidad de frente. Como Cándido, el famoso protagonista de la novela de Voltaire, suponemos ser un pueblo feliz, envidiado. Mientras creemos vivir en nuestro paraíso, más allá de las fronteras las noticias que llegan de Colombia nos hacen ver como un pueblo bárbaro, indolente, masoquista. No hay una sola generación viva que haya podido disfrutar un año tras otro de tranquilidad. El sosiego colectivo no es un bien público.


La violencia nos ha hecho conocer en el mundo como una impronta. Ligada a las disputas entre los dos grandes partidos políticos; o al accionar de la guerrilla que se da el lujo de cumplir 50 años sin cristalizar sus primigenias banderas revolucionarias, arriadas por la postración ante el narcotráfico y el secuestro; o a la acción degradada del paramilitarismo que a nombre de la incapacidad del Estado, produjo millones de desterrados, masacrados, desaparecidos y asumió el control de la tajada más grande del mercado de las drogas, hoy en manos de sus herederas, las bacrim y la mafia.


El Estado también tiene su cuota como aporte: la cifra de nunca acabar de miembros del congreso y del gobierno auspiciados por paramilitares, guerrilleros y mafiosos, falsos positivos, persecución a la oposición y a la justicia a través del DAS, corrupción desbordada y de doble vía: pública y privada. La transparencia en el ejercicio de la política es la excepción a la regla.


Nos vanagloriamos de la felicidad que transpiramos, mientras más de la mitad de la población sufre las consecuencias de la mayor desigualdad social y económica en la región. El aparato productivo es movido por la informalidad y la precariedad laboral. Varios colombianos aparecen en la revista Forbes mostrando exorbitantes cifras de riqueza, amasadas a punta de recortar derechos laborales a nombre de generar empleos imposibles y reducir los ingresos reales de los trabajadores.


Tuvo que llamar la atención el gobierno de Obama sobre las condiciones laborales agobiantes en nuestro país, con el telón del TLC de fondo, para que reconociéramos que de tanto vivir en el pantano nos acostumbramos a su olor. De esa podredumbre salieron las cooperativas de trabajo asociado, las dificultades para ejercer el derecho de organización, asociación y negociación por parte de los asalariados, hasta el punto de considerar a las organizaciones sindicales como dinosaurios sin merecimiento para existir. La huelga se volvió un recurso exótico. Para estigmatizar a alguien lo tratan de sindicalista.


Con la justificación de darle vía libre al TLC, el Presidente gringo dio una lección a los colombianos sobre la necesidad de respaldar a los sindicatos como elementos sustantivos de una democracia. Los empresarios anti sindicalistas acaban de recibir una lección del mayor imperio capitalista y los sindicalistas recibieron de la mano muchas veces repudiada del país del norte, un fuerte empujón para producir las reformas infructuosamente reclamadas durante muchos años, a pesar de que con Santos se vislumbraban algunos cambios, pero insuficientes. El costo es tragarse el TLC.