Hace algunos días EL MUNDO publicó una caricatura de Papeto que de inmediato recorté. Jean Claude Duvalier, de sacó, corbata y los cachetes llenos, parado ante un grupo de haitianos famélicos rodeados de calaveras: “Se los advertí: la democracia tampoco soluciona nada…” El caricaturista estuvo genial y brutal. La bandera de la democracia en manos de un pueblo humillado por las continuas dictaduras, desterró del país al dictadorzuelo Baby Doc, luego de 15 años del mandato heredado de su padre en 1971, teniendo 19 años de edad. El 16 de enero de 2011 retornó de manera intempestiva a Haití. Pudo comprobar las condiciones de vida lamentables de sus coterráneos; las de siempre. La democracia no había entrado a las cocinas y a las habitaciones de los haitianos.
Lo que pasó con Duvalier, está ocurriendo con los dictadores del mundo árabe. La bandera de la democracia en manos de los habitantes de Túnez, Egipto, Yemen, Bahréin, Libia, Siria, está empujando al destierro a gobernantes despóticos de 30, 40 o más años, luego de un ejercicio del poder parapetado en costumbres religiosas reproductoras de la sumisión y el avasallamiento. Al parecer, las redes sociales con mayor alcance por parte de los jóvenes, pudieron más. Pero tras la bandera de la democracia desplegada, se esconden vacíos inmensos que no tardarán en reproducir nuevas frustraciones y desesperanzas. Tras las revueltas populares no hay proyectos políticos sostenibles en curso, aunque sí hay un cambio de decorado. Ello, de por sí, puede ser importante. ¿Será suficiente?
“La gente paga por su propia subordinación” dijo en alguna parte Noam Chomsky, el irreverente filosofo norteamericano. Los árabes achacan sus desgracias a los gobiernos de familiares que se suceden unos tras otros durante décadas, mientras atesoran riquezas a manos llenas en lingotes de oro o cuentas en el exterior. De los palacios de gobierno hoy salen corriendo, presionados por las revueltas, pero con las alforjas llenas. La democracia es la varita mágica. Si los militares y nuevos caudillos, ahora montados sobre la cresta revolucionaria, no cambian todo para que todo siga igual, como decía lampedusa en el “Gato pardo”, rápidamente los árabes van a entender que el cambio de rostros en los palacios imperiales, sin proyectos políticos reformadores de las estructuras milenarias, fue un simple trueque.
Ojala los árabes no miren para Colombia, por ejemplo. A pesar de la reciente perturbación reeleccionista, cada cuatro años hay elecciones con posibilidades de alternancia en el poder. Los hombres y las mujeres tenemos condiciones formales de igualdad ante la constitución y la ley. Los medios de comunicación no se cansan de denunciar la corrupción que sale de los despachos oficiales. Existen partidos políticos de todos los colores y sabores, que emulan por el fervor popular. La libertad de empresa, la propiedad privada y la participación ciudadana, mal que bien, soportan la organización de toda la sociedad. Los gobernantes son respetados y a ninguno se les tiran zapatos en los recintos públicos, aunque haya silbidos. Creemos ser un pueblo feliz por la democracia que tenemos. Pero acá, como en Haití, luego de la expulsión de su último dictador, la centenaria democracia con todas sus bondades, tampoco ha entrado a las cocinas y habitaciones de por lo menos la mitad de la población. La democracia